Nada pudo detener el destino de Dilma Rousseff. Desde marzo de 2014 el gobierno de Brasil comenzó a desplomarse, tras descubrirse la operación Lava Jato que involucró en una red de corruptelas a numerosos empresarios y figuras del Estado. Ahora, la presidente del país enfrenta un juicio político que ha devenido en una de las crisis institucionales más fuertes de Brasilia.
Con el Ejecutivo destituido –a cargo Michel Temer como presidente interino– y el Congreso asimilando un proceso para poner fin al gobierno izquierdista, la crisis ha terminado por socavar los cimientos de la institucionalidad. Las voraces y muy conocidas tramas de la corrupción penetraron en un sistema que ya estaba marcado por una fuerte recesión económica, afectándolo hasta el punto de convertirse en un Estado abandonado.
Además de que, por naturaleza, el modelo brasileño es conocido como un “presidencialismo de coalición”. Sus presidentes deben necesariamente hacer convenios con los numerosos partidos del Congreso para intentar aprobar sus medidas. Algo que ha sido utilizado durante años para edificar la malversación de fondos, sobornos y otros intríngulis relacionados. Por supuesto, los líderes de la izquierda supieron meter en el saco a todos sus amigos –incluidos opositores del Legislativo– en un instinto de igualdad social elitista.
Rousseff sumo puntos a favor de esta estafa oficial. A la presidenta destituida se le acusa de manipular ilegalmente la contabilidad del gobierno, con lo que maquilló los resultados de las elecciones en 2014 y 2015; de modificar los presupuestos de la nación mediante decretos; y de acumular deudas para solicitar créditos a la banca pública. Ella lo niega todo.
Ahora, queda por ver si la acusación contra Rousseff llegará a la instancia final del juicio, mediante el voto en el Senado. Lo que sería la última fase del caso que podría acabar con su mandato este mismo mes.
Pero lo más difícil para Brasil será recuperar la institucionalidad, requisito fundamental para un Estado democrático y eficiente. Sin esto no hay seguridad, estabilidad jurídica, ni Estado de derecho. El sucesor de la mandataria depuesta deberá afrontar la corrupción en las fibras del sistema; y la grave crisis económica, caracterizada por una evasión fiscal de 13,4% y un desplome de 3,8% del PIB. Aunado a esto, deberá hacer frente a una sociedad indignada, que todos los días llena las calles de protestas y exigencias.
Para que el país siga su rumbo, los partidos deberán remediar el descalabro político llegando a acuerdos. Aunque esto no ocurrirá sin que antes el Poder Judicial limpie la descomposición del sistema.
En todo caso, los expertos no descartan que Rousseff retome el poder en unos meses, por la debilidad de algunos fundamentos jurídicos del juicio y la volatilidad de la opinión pública. Esto sería desdeñar el avance del proceso para depurar el gobierno de Brasil en un paso hacia la democracia. Sería aceptar un sistema político inmoral. Sería retornar al mismo punto de fractura, meses después, con un recrudecimiento de los problemas.
Sara Hanna